domingo, 28 de abril de 2013

Cartas desde mi infierno (8)



“Y fornicaste con los hijos de Egipto, tus vecinos, gruesos de carnes.” Ezequiel 16:26

Todo sucedió en un tiempo tan antiguo que los sucesos se fueron fragmentando hasta hacerse finísima arena  y los vientos de muchos inviernos las esparcieron por desiertos y es como si no hubiera sucedido. Hubo un hombre, un solitario macho de incontenida virilidad que buscaba como un unicornio en celo o  como un centauro siempre erecto la ninfa del bosque que satisficiera sus incesantes ímpetus fálicos, una doncella virginal donde sus oscuras perversiones clavaran el mástil viril en la duna más alta de su cuerpo, una vestal sumisa que esperara anhelante en el templo del ídolo inhiesto los lujuriosos deseos de su dueño. Los años se fueron disolviendo y desgranando en esa búsqueda de lo imposible, muchas veces confundió voces o rostros o cuerpos con la musa carnal que buscaba, equivocó lechos, fragancias, miradas y rendiciones, y no eran la buscada. Entonces vino ella, en vuelo palomar en un paisaje de marcos de hierro, ruidos y edificios, vino en un aire de poesía, sutil y delicada, y en un destello de entrega infinita, sin más, lo nombró su Amo y Señor, y él supo que era ella la ungida en una revelación también instantánea, y comenzaron a escribir su historia con la furia del destiempo, de los que saben que los años son pocos para vivir todas las pasiones posibles. Se fueron enredando en un Amar soberbio y voluptuoso, rompieron los cercos y los muros, se amaron en la grama y en los bosques, inventaron nombres y le fueron dando sentido al silencio, a la distancia. Él fue potro y ella potranca, fue esclava y doncella, él poeta y fauno, jugaron con los fuegos fálicos y se perdieron en los pervertido asaltos del incesto, fueron hembra y macho ilimitados y viceversa, ella aprendió a soltar sus amarras y a volar más bajo, casi rozando las ciénagas, él redefinió sus rumbos y se dejo caer en el dulce abismo de su escote naufragando feliz en sus pechos aferrado como un bebé a sus pezones, la deseó hasta la uñas y sus noches fueron para siempre su largo pelo ensombrecido. La poseyó con el delirio del solitario, poseyó su cuerpo y su espíritu, la abusó y la violentó como un macho cabrío, la violó como un potro encelado, y ella cedió a sus deseos con la ternura insoportable de su Amar, y todo se convirtió en una ceremonia atávica, en un rito ancestral en que se dejaban habitar por los instintos hasta saciarse de ellos mismo en la plenitud perversa del sexo impuro y consumado. Pero él vivía detrás de una máscara.

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