miércoles, 19 de junio de 2013

Cartas desde mi infierno (35)


Casandra mía, como explicarte que este extravagante juego en que yo te escribo estas cartas pervertidas asumiendo que las lees, y tú las lees sin decírmelo ni comentarlas ni responderlas, se me ha ido convirtiendo en una necesidad obsesiva, es una secreta vertiente donde se vierten y fluyen mis contenidas ansias sexuales, una salida síquica y física a mi desolada abstinencia. Eres divina musa y a la vez la terrestre hembra poseída hasta la saciedad, en ti anidan mis deseos más oscuros, más depravados, más perturbadores, todo lo sexual que me habita gira entorno a ti, es como si a través de las ardientes palabras y las intimas confesiones te violara, te abusara, violentara tu alma hasta ahora intocada por estas morbosas perversiones. Cuando te escribo soy un degenerado exhibicionista que se muestra impúdico desnudo ante ti, cuando me lees eres una voyerista viciosa, que sabe que peca pero no puede evitar mirar excitada mis locas impudicias. Sé que todo esto va contra tu virtud de virgen seria y formal, sé que te inquieta y perturba asistir a este rito diario de leerme como escondida, como si estuvieras transgrediendo tus límites morales y éticos, sé que nunca imaginaste atravesar las ciénagas de las fantasía de un macho distinto, pero no puedo evitar exponerte a mis vicios, a mis erotísimas fantasías sobre el falo, a mis equivocas vivencias en busca de alcanzar a tocar ese símbolo viril, a las exploraciones por los inquietantes senderos de los velados rincones de mi sexualidad femenina para encontrar y entender los orígenes de mi obsesión por las vergas. Y mi fantasía confunde lo real con lo imaginado, hace desaparecer las distancias y los tiempos, borra las censuras y los recatos, libera y desata, y me veo masturbando un miembro viril erecto, duro, imponente, y tú me miras con ojos embelesados, y sé que ambos estamos en el mismo éxtasis, y me veo mamando una verga tierna de prepucio largo, de brillante glande rosáceo, y tú me miras con ojos desvergonzados y sé que gozamos del mismo placer, y me veo pene-trado por una pichula erguida y punzante, y tú me miras con ojos lujuriosos y sé que estamos allí muy juntos y solos, y que el macho que me viola es solo un instrumento de nuestros voluptuosidad compartida. Pero todo es producto de mi imaginación fálica, tú estás ahí, envuelta en el pudor de tu silencio, comprendiendo y aceptando mis delirios porque el Amar todo lo justifica y limpia, convirtiendo mis desvaríos en rojas amapolas en un campo de albos lirios, como una madre observando a su hijo macho en su inevitable transición sexual, y todo se convierte en ese pecado que está en la esencia sexual de todos los hombres, el incesto.
El Vizconde ensoñado.


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